Lo que no me podía perder.
Mi nombre es Elio Raúl García Reyes, en unos días voy a alcanzar los 71 años pero como acostumbré a ver rotulado en los camiones en Cuba, ME109CITO.
Hoy es un día especial y pensaba, ¿qué tal si
pudiera nacer este 27 de agosto de 2015 y no haber nacido ese día pero de 1944?
¿Qué cosa mejor me pasaría o qué me hubiera perdido?
Para empezar me detuve un momento en la
primera suposición.
Después de pensar un instante llegué a la
conclusión que no tenía la más remota idea de qué me iba a pasar, ni si sería
bueno ni si sería malo. Así que nunca sabría si me iba a perder algo bueno o
algo malo. Demasiadas variables confusas. Si te acuerdas de Hiroshima y
Nagasaki, muy mal. Si ves cuanto va creciendo la Patria, muy bien, a pesar de
todo lo que FALTABA todavía por hacer.
Entonces pensé en la segunda suposición, y
decidí hacer un recorrido por el camino
andado, 71 agostos. Sin detalles, sin esforzarme, sin buscar, sin leer, solo lo
que me viniera a la mente.
Nacer en agosto de 1944 me permitió creer que
casi traje el fin de la Segunda Guerra Mundial, eso fue bueno. Pero también dos
bombas nucleares acabaron en unos segundos con más de cuatrocientas mil vidas
humanas cuando ya habían pasado tres meses que Alemania había capitulado, malo,
solo compensado con la suposición que las millones de vidas perdidas
significaron algo.
En los 50 a mis seis años llegó la televisión
a Cuba y con ella los dibujos animados, era bueno, inolvidable el Gato Félix.
Pero en el 52 el país, que ya estaba malo con Prío, se puso peor con un golpe
de estado ejecutado por un sargento telegrafista ascendido meteóricamente a
general sin combates, que no solo robó dinero sino la vida de más de 20 mil
cubanos, la mayoría jóvenes no mucho mayores que yo, en ese entonces con 8
años, eso empeoraba lo que ya estaba malo, muy malo.
Fue bueno haber conocido a mi abuela materna
y a mi abuelo paterno, que como mambí combatió junto a Antonio Maceo por la
Independencia. Malo que no conocí a mi abuelo materno ni a mi abuela paterna,
vidas que se fueron cuando la medicina estaba más lejos que La Luna.
En el 53 cuando esperábamos celebrar orgullosamente
pero con poco ruido el Centenario del Nacimiento de José Martí, la celebración
se disparó por lo alto cuando un puñado de jóvenes con antorchas primero y
después con maltrechas escopetas fueron a entregar sus vidas para que el sueño
del apóstol no muriera: impedir a tiempo
con la independencia de Cuba que los Estados Unidos no cayeran con esa fuerza
más sobre las tierras de América, una mezcla de muy bueno por lo que se
salvaba y muy malo por todas las vidas que costaría.
Ya estudiante de Bachillerato, casi sinónimo
de revoltoso en esas épocas turbulentas, 1956 me trajo mis doce años. Novatadas
estudiantiles, novias estudiantiles, música estudiantil, pero también peligros
estudiantiles, y la sorpresa de un pequeño yate en tamaño con una carga humana
gigante, tan grande que no cabía en la reducida embarcación. Todo muy bueno,
las novias, la música y el yate cuerpo adentro, pero por fuera la represión más
brutal y desmedida hacía el balanceo en que todos vivimos esos años. Esperanza
y peligro.
1957 y 1958, años terribles. No recuerdo si
odiaba más a la dictadura que a la geometría, o que digo, peor la química. Pero
entre alegrías y novias, tristezas y muertes, junto al espíritu de los nuevos
mambises que ya se hacía sentir... ¡Aquí
Radio Rebelde!... también se fue forjando en la mayoría de los de mi edad
una pequeña llama: es posible cambiar, y no puedo esperar a que otro lo cambie para
mi, tengo que cambiarlo yo, tengo que cambiar yo. Era muy, muy malo, pero
también era muy, muy, muy bueno: crecía, más por dentro que por fuera, aunque a
decir verdad por fuera crecí bastante, para tristeza de mi viejita al ver mis
pantalones casi a mitad de pierna y sin plata para comprar otro. Ahí se inventó
el odioso pantalón bombacho, sinónimo de que eras un mocoso aunque tuvieras
estatura.
Lo que antes más pequeño había visto sin
entender ahora cobraba significado. Noche víspera de Reyes Magos de 1958 con mi
padres, que eran Melchor, Gaspar y Baltasar al mismo tiempo, deambulábamos por la
esquina de Reina y Galiano frente a los timbiriches llenos juguetes de todos
los precios, cuando vi a un hombre, una mujer y dos niños pasar junto a
nosotros. Creí que estarían buscando, como mi madre, comprar juguetes baratos
pero enseguida la realidad me sacó del error.
Tendieron sobre el frío mármol del portal de
una famosa peletería media docena de periódicos, se sentaron los cuatro sobre
ellos y de una bolsa de papel de la Casa de los 3 Kilos, sacaron restos de
comida que habrían estado recogiendo durante el día para su única y frugal cena
nocturna antes de tratar de domesticar el duro suelo en un triste sueño. Muy
malo, pésimo.
Todo eso me hubiera perdido de nacer en este
2015, pero no termina ahí. Cuando ya habíamos tocado más allá del fondo, una
inusitada algarabía fue inundando las calles que no podía confundirse con los
rezagos de la madrugada de Año Nuevo.
1959.
Entonces me pasó algo que por nada del mundo
hubiera aceptado perder por intentar nacer en 2015. No era el hombre vuela a la
luna, muy cuestionada su veracidad, no era internet, no antibióticos de cuarta
generación, no computadoras, nada de eso. Ocho días de inseguridad y
desconcierto después de la madrugada ruidosa y al mismo tiempo de seguridad,
saber qué había pasado y era irreversible, pero no saber que pasaría en las
próximas horas, días, meses.
Y el 8 de enero todo comenzó a aclararse.
Caminaba ese día por la calle 23 llegando a
L, buscaba información para un trabajo de clases en mi tercer año de
Bachillerato, y el revuelo de un carro de control remoto de la televisión, de
CMQ Televisión de los Goar Mestre, decenas, cientos, miles de gentes
correteaban por las calles siguiendo a unos vehículos militares. La columna se
detuvo brevemente, tiempo suficiente para ver a un hombre de gran estatura, una
gran barba y una gran sonrisa, hablaba. Lo había visto en caricaturas de
Bohemia, siempre haciendo alusión a una ruta de ómnibus de la Habana de
entonces que tenía el número 30, y ruta que iba... a la Sierra, un barrio
habanero del municipio de Marianao, pero que sin tapujos nos incitaba a transpolar
el barrio con la Sierra Maestra real, de donde venían estos barbudos armados.
Ahí y entonces fue que por primera vez
comprendí, y 55 años después me he estado confirmando a mi mismo cada agosto,
que lo único que si no me hubiera perdonado jamás perderme fue conocer a Fidel
y vivir su época.
Quito, 13 de agosto de 2015.
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